5 de diciembre de 2008

El Cambio (Primera Parte)


Tan aterrada y queriendo ya muy poco debo decir que no lo hago más. Ya no tiene ningún sentido. Cambiar por algo, por alguien, incluso por algunos. Para qué. Para escapar de tu casa y que a la salida te espere una fría mirada. Para seguir como visita en donde más estabas ambientada. O para sentirte tan vacía que ya las bolsas tiradas en la calle se encuentran más llenas que tú y giran en el aire formando figuras y saludan a las hojas que emprenden otro vuelo similar sólo que no tan llenas de aire, como estas bolsas, de ese aire que las impulsa a volar[1]. A la caída de alguna te miras y dices, y ahora, qué la va a volver a llenar. Para qué. Porque el cambio tiene cara de sanguijuela y te succiona hasta la gota más ínfima de recuerdo y cuando llega a otra persona te mira dulce y te abandona. Descuidada subes de a poco la escala y en la mitad tratas de recordar como eras antes de que llegara y no logras percibir nada. ¡Nada! Cambio que tiene por sentido tan sólo la transición, aquella fundamental. No tiene sutilizas, el cambio te quita de encima una vida para empezar otra, ya sea a favor o en desmedro. Porque el cambio no es ético, no considera a la sociedad como tampoco al individuo. El cambio va de acá para allá buscando a alguna víctima que le guste de él o a aquella que no lo necesita. Nos concierne a todos, incluso si no fue a ti al que le afectó el cambio, porque si está por ahí cerca ¡ay, de ti! Que de seguro pronto lo vas a ver venir. El cambio de la mentira a la verdad, el cambio del éxito al fracaso, de la plenitud a la desdicha, de sólido a líquido, del valor de uso al valor de cambio. Cambio histórico que no es predictivo por tanto jamás controlable. Y así escapas a lo más ajeno posible, a esa nube con aromas entremezclados, indefinidos que te refriegan todo el tiempo que este no es tu lugar. Y pasan los días, situaciones, acontecimientos y deduces que el cambio no te ha dejado nunca, sino más bien, acaba de llegar. Se entremezcló entre la multitud, te pidió un cigarrillo y a la primera bocanada ya estabas sólo volviendo a buscar ese estúpido camino. No recuerdas en que minuto apareció y no te dejó nada más que el cambio, tu antes y tu después. Llenos de movimiento y anhelando a ese ser parmenídeo que al parecer safó de este cambio y sigue en su esfera estática e inerte sin atisbos de cambiar. Mis disculpas al lector, pero no encuentro lo bello, el amor es lo bello y este cambio me ha dejado sin amor. Ya sé que vendrán por mi, el cambio es como un terremoto, tiene su par de replicas distantes de otras mientras esperas te deja con su hermana Transición la cual desde que llegó que ya quieres que se vaya. No esperas nada de ella porque sabes que no es de fiar, la ignoras, la dejas sola, pero no se va, no hasta que también vuelvan por ella. Ya no me resisto, la dejo entrar; le hago espacio en la mesa, en mi cama, en el placard. En noches cálidas me acaricia la espalda y me susurra con ese tinte irónico nena, esto acaba de comenzar.


[1] Para volar tan alto hay que ser una de esas bolsas de plástico fino, esas que vuelan hasta el infinito y descansan sobre árboles, estatuas, rascacielos, palacios y castillos. Esas bolsas no terminan nunca su camino. Esas son las bolsas viajeras. También hay esas gruesas, esas de envase de nachos o papas fritas, esas bolsas no vuelan, se arrastran por los suelos, todas llenas de grasa.

6 de marzo de 2008

¡Qué puedo decir!


Hoy he querido hablar de ustedes, los amigos. Estos seres cuya conducta puede beneficiarte, socorrerte, patrocinarte, auspiciarte, aferrarte, dependerte, enviciarte, sucumbirte e incluso, anularte. Y en este revuelo de sentimientos y emociones encontradas siempre recuerdo lo que le sucedió a mi polerón favorito: un amigo lo quemó con una vela. Y así quedó, justo en el omóplato derecho… devuelto y quemado. O de la vez que presté un reproductor y llegó sin reproducir absolutamente nada. O de los pantalones, traídos de ese intercambio, que presté y después de meses (o quizás un poco más de un año) regresaron mucho más grunge de lo que jamás hubiese aceptado. Y eso con las cosas que regresan porque para qué hablar de lo que no retorna, de esos auto-regalos donde uno la auto-vende. Y al parecer es casi natural. Sin ir más lejos presiono el botón derecho sobre la palabra “presté” y dentro de muchos otros sinónimos aparecen: ¡“di”, “entregué”! Y aunque no haya sido esta la idea en un principio termina todo en esto, entregando, dando, facilitando, regalando, cediendo todo. Todo lo que prestas y lo que no prestas también se termina yendo. ¿Por qué? Porque son tus amigos. Los locos que están en todas, que si haces un carrete puede que no vaya nadie, pero tus amigos siempre van a llegar. Luego uno no se puede negar ante tan honorable manifestación de cariño, son casi una debilidad (¡y ay, que lo son a veces!). Y entre este silencio que lo va confiriendo ya, absolutamente todo, caes en que tú también eres uno de ellos. Y observas la repisa pensando en que algún día vas a devolver ese libro que tienes ya hace casi un año, o en la “chaqueta nueva” que has empezado a ocupar desde que empezó el verano o hasta en mirar tus pies y agregar con satisfacción: ¡puta que están buenas estas chalas! Hasta recordé el día que perdí la mochila en uno de esos antros donde te llevan los amigos en donde iba todo lo que no era mío. Y no respondí por nada. No dije nada más que decir, puta, lo siento pero me lo robaron, y nunca, pero nunca nadie me pidió ninguna de esas cosas de vuelta, nadie, ni siquiera uno… porque son amigos. Porque todos lo somos, o alguna vez fuimos y tenemos cosas de todos y quien no tenga nada del otro es porque no sabe hacerse de amigos. Y créanme que he detestado perder con mis cosas, créanme que hay veces que hasta los he odiado (y no porque me deban algo), pero me engaña el recuerdo, me debilita la forma en que miran cuando dicen “te quiero” y vuelvo. Porque aunque hayan veces en que no están nunca, siempre se las arreglan para estar cuando más se les necesita. Y hoy que me encuentro lejos, ya después de un cortísimo vuelo, sé que me distancian millas de ustedes, y como sería lógico; una despedida y ya no nos vemos. Pero no es tan fácil deshacerse de ellos, se necesitaría mucho más que una cordillera para no volver a verlos. Porque al final de todo, estos amigos son algo así como la familia, siempre van a estar, porque, querámoslo o no, nuestra relación es, por fortuna o desventura, sencillamente inevitable.

T E I N V I T O

Al desconcierto de un camino amplio y a la aventura de andar a pies descalzos